“Y Jesús decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.” (Lucas 9:23)¿Alguna vez te has preguntado qué quiso decir Jesús con estas palabras? ¿A qué se refería cuando hablaba de cargar nuestra propia cruz? Si analizamos este versículo podemos observar que la finalidad es seguir al Maestro y el primer paso para ello es querer hacerlo. Los judíos en el tiempo de Jesús utilizaban la palabra “seguir” (en griego akaloutheo) para referirse a los jóvenes que dejando su familia seguían a un rabí (maestro). A ese rabí daban toda devoción y lealtad, el rabí era en cierto modo como un amo, a quien servían y a quien escuchaban con atención. Su mayor deseo era aprender de él e imitarlo fielmente. Los seguidores estaban tan involucrados con su rabí que compartían todo: tiempo, alimento, alojamiento, incluso el propio destino, sea de pena o de gloria. Cuando Jesús dijo las palabras de Lucas 9:23, los discípulos ya sabían que su Maestro era el Mesías y cómo terminaría, pues Pedro lo había confirmado y Jesús acababa de anunciarles su muerte. En estas circunstancias Jesús invitó a sus discípulos a renovar su compromiso individual de seguirlo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” ¿Qué significa esto para nosotros hoy? Seguir al maestro implica negarse a sí mismo, dejar de lado el yo, subordinar al Maestro y a su causa cualquier tipo de interés personal, incluso los más profundos que esten anidados en el interior de nuestro propio inconsciente humano. El tomar la cruz no es un hecho aislado en la vida del discípulo de Cristo, pues el versículo ya lo indica claramente: “Si alguno quiere venir en pos de mí… tome su cruz cada día”. Este es un desafío cotidiano, que todo cristiano debe enfrentar a diario, cada vez que comienza un nuevo día, sin importar el resultado de la batalla del día anterior deberá alistarse para negarse a sí mismo una vez más. La negación del yo y la carga de la cruz van de la mano y difícilmente pueden separarse. Lo primero implica un cambio de actitud frente a la vida, y como estamos dispuestos a vivirla (¿para mí mismo o para Cristo?), lo segundo implica pasar a la acción, con la actitud correcta de poder llevar a la práctica lo que he decidido en mi corazón. Los cristianos nos quedamos muchas veces en lo primero. Racionalmente negamos el yo, deseamos subordinarlo a Cristo y dejarnos llevar, pero cuando llega el momento de actuar, nos resulta difícil pasar de la comodidad de la teoría de la negación a la acción de cargar la cruz. Internalizar la negación del yo es todo un proceso que comienza con la conversión de la persona y necesita tiempo de maduración y práctica, lo cual no es posible de lograr sin la asistencia del Espíritu Santo. El grado de compromiso con la causa y su Maestro se ven claramente reflejadas en cuántas veces a diario, dejamos de lado lo que nos ocupa y dedicamos nuestro tiempo, esfuerzo y energías a cargar una cruz en beneficio de otro y en pos de la causa de aquél que la cargó primero. Si esto nos pesa, no podemos decir que somos verdaderos discípulos de Cristo. Pues podríamos tal vez con nuestras propias fuerzas y duro empeño “soportar” algún tiempo todo esto de la negación y la carga de la cruz, pero llegará un punto en donde ciertamente dejaremos de seguir al Maestro. Nadie que siga a Cristo por obligación puede ser apto para el reino de Dios. El verdadero discípulo es aquél que enfrenta con gozo el diario desafío de vivir con y para Cristo, es aquél que tiene convicción de que no hay nada por lo que valga la pena vivir y morir que no sea la causa de su Maestro. A un discípulo así no hay tormenta que lo asuste ni trabajo que lo canse, pues de todas las ofertas que hace el mundo y de todas las causas nobles por las que podría luchar, ha elegido una que trasciende su propia existencia humana y que tiene implicación eterna: la causa de Jesucristo: reconciliar al hombre con Dios.