Después de haber cumplido con tres años de ministerio, y faltándole a Jesús sólo el subirse a la cruz, elevó al Padre una oración, conocida como la oración intercesora. Fué su último acto en libertad, inmediatamente después fué arrestado. Él, sabiendo todo esto, utilizó esos últimos momentos para orar al Padre por sus discípulos y por todos los que en algún momento creerían en Él.Jesús pudo haber orado por muchas cosas al Padre, sin embargo el tema central de su oración fué la unidad: “ 20 Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, 21 para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. 22 La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. 23 Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.” (Juan 17:20-23)
Una unidad en comunión estrecha con el Padre y con el Hijo, una unidad que invita al hombre mortal a participar de una comunión divina: “para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros”. La razón de esta unidad: “…para que el mundo crea que tú me enviaste”, “…para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.”
La unidad que Jesús reclama al Padre para nosotros es mucho más profunda y tiene alcance eterno. Jesús nos quiere unidos en un solo cuerpo, conformando una unidad con misión sobre la tierra: que le conozcan a Él y a quien le envió, y la magnitud del amor que movilizó su proyecto para la humanidad. Cada vez que nuestra boca se abre para hacer un falso testimonio de un hermano estamos rompiendo con esa unidad, cada vez que nuestras necesidades son más importantes que las de quien está a nuestro lado, estamos despreciando el valor de la unidad que Jesús estimó tanto, como para subir a la cruz por ella. Cada vez que dejamos pasar la necesidad de un hermano sin ofrecerle nuestra ayuda, estamos perdiendo una oportunidad de dar a conocer al Cristo. Cada vez que nuestro pensamiento nos estima mejores o por encima del otro, estamos tratando con desprecio a aquél que Dios amó como a su propio Hijo. La unidad que Jesús pidió al Padre antes de ser entregado requiere de amor por el hermano, de misericordia por el que se equivoca, de dolor por el que se pierde. Requiere dejar de lado el yo y dar lugar a Cristo para que viva en nosotros, sólo de esta forma podremos ser uno en Él. Siempre habrá un cuerpo que en unidad perfecta cumpla con el cometido divino, no te excluyas de él, no te pierdas ese privilegio. Manténte atento a no perjudicar esa unidad perfecta en nada, pues tuvo un precio costoso para Cristo, que pagó por esa unidad no con cosas corruptibles como el oro y la plata sino con su preciosa sangre. Si tienes dificultades en tu vida espiritual, si sientes que no contribuyes a esa unidad, no olvides que Jesús oró por ti, para que puedas ser parte activa y constructiva de esa unidad que Jesús deseó para los suyos.
Una unidad en comunión estrecha con el Padre y con el Hijo, una unidad que invita al hombre mortal a participar de una comunión divina: “para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros”. La razón de esta unidad: “…para que el mundo crea que tú me enviaste”, “…para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.”
La unidad que Jesús reclama al Padre para nosotros es mucho más profunda y tiene alcance eterno. Jesús nos quiere unidos en un solo cuerpo, conformando una unidad con misión sobre la tierra: que le conozcan a Él y a quien le envió, y la magnitud del amor que movilizó su proyecto para la humanidad. Cada vez que nuestra boca se abre para hacer un falso testimonio de un hermano estamos rompiendo con esa unidad, cada vez que nuestras necesidades son más importantes que las de quien está a nuestro lado, estamos despreciando el valor de la unidad que Jesús estimó tanto, como para subir a la cruz por ella. Cada vez que dejamos pasar la necesidad de un hermano sin ofrecerle nuestra ayuda, estamos perdiendo una oportunidad de dar a conocer al Cristo. Cada vez que nuestro pensamiento nos estima mejores o por encima del otro, estamos tratando con desprecio a aquél que Dios amó como a su propio Hijo. La unidad que Jesús pidió al Padre antes de ser entregado requiere de amor por el hermano, de misericordia por el que se equivoca, de dolor por el que se pierde. Requiere dejar de lado el yo y dar lugar a Cristo para que viva en nosotros, sólo de esta forma podremos ser uno en Él. Siempre habrá un cuerpo que en unidad perfecta cumpla con el cometido divino, no te excluyas de él, no te pierdas ese privilegio. Manténte atento a no perjudicar esa unidad perfecta en nada, pues tuvo un precio costoso para Cristo, que pagó por esa unidad no con cosas corruptibles como el oro y la plata sino con su preciosa sangre. Si tienes dificultades en tu vida espiritual, si sientes que no contribuyes a esa unidad, no olvides que Jesús oró por ti, para que puedas ser parte activa y constructiva de esa unidad que Jesús deseó para los suyos.
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